Inmersión
Florida (Estados Unidos), año 2015
Nicholas se ajustó las gafas, se puso el regulador en la boca y, sujetándolo con los dientes, dio un salto para caer al agua con la gracia de quien ha realizado incontables veces la misma maniobra. Con un par de patadas, se propulsó a una distancia prudencial del barco para permitir a sus compañeros zambullirse tras él y comenzar la aventura. Mientras alcanzaba a los tres buzos que lo esperaban un poco más allá, se tomó un rato para pensar en las circunstancias que lo había llevado a formar parte de aquél proyecto.
Su amigo John le había mencionado varios meses atrás que iba a dirigir una inmersión en Florida como parte de un proyecto de investigación de un profesor de la universidad de Yale sobre el siglo XVI en América. Quería identificar el pecio de una expedición probablemente española a unas cinco millas de la costa de Miami. Para ello necesitaba un equipo de media docena de buceadores expertos con experiencia en buceo técnico a alta profundidad con Trimix. John había logrado reunir a tres hasta entonces y aún se hallaba buscando a gente. Nicholas era un veterano, contaba con varios cientos de horas de buceo en su historial con aire, Nitrox y Trimix, las distintas mezclas de gas que permitían ahorrarse horas de descompresión y permanecer a grandes profundidades más tiempo. Sabía perfectamente que su amigo no daba puntada sin hilo y que si le estaba contando aquello no era casualidad. Nicholas reprimió una sonrisita y le siguió el juego a John fingiendo no percatarse de sus intenciones. Este le relató cómo lo había contactado el profesor García que le había hablado del proyecto por el cual John se había interesado de inmediato.
— Y ya me conoces, concluía éste, no sé decir que no a una buena aventura. Le dije que yo era su hombre y que conocía a la gente perfecta. ¡El tipo estaba que no meaba! — estalló en una carcajada— . Me dijo que llevaba meses buscando a alguien que le ayudara, que sus compañeros se reían de él por haber elegido un tema tan raro.
— ¿Qué decías que era, por cierto?— Nicholas frunció el ceño. —Algo del descubrimiento de América, ¿no?
John hizo un gesto de la mano mostrando que no tenía importancia.
— Si, algo así. Quiere demostrar no se qué teoría sobre un pecio del siglo XVI. Básicamente el trabajo consiste en bajar ahí abajo, sacar fotos, buscar qué cargamento llevaba el barco cuando se hundió y recoger objetos para un museo. Pero…, añadió con un brillo pícaro en sus ojos, paga muy, pero que muy bien y se te quitan las ganas de hacer preguntas.
***
John dirigía la inmersión y fue él quien dio la señal de que descendieran cuando estuvieron todos en el punto acordado. Estaban ya a una profundidad de 20m cuando John hizo una ronda preguntando si cada uno estaba bien. Las respuestas fueron todas afirmativas y continuaron descendiendo. La ventaja del Trimix era que un ordenador calculaba según la profundidad cual era la mezcla perfecta de oxígeno, nitrógeno y helio que se debía respirar. Esto tenía efectos muy beneficiosos como reducir el tiempo de descompresión a la subida aumentando por tanto el tiempo que se podía permanecer abajo. También se reducía notablemente el riesgo de sufrir narcosis, una dolencia que afecta el cerebro y hacer comportarse a los buceadores como si estuviesen ebrios. En cambio, se convertía en un buceo más técnico para el que era necesaria una preparación especial.
Cuando llegaron al fondo, la visibilidad era nula. De no ser por las potentes linternas que habían encendido ya, todo sería oscuridad. Se pusieron en fila de dos, Nicholas y John encabezaban la marcha y, siguiendo la dirección del oeste en su brújula avanzaron en busca del pecio. No tardaron en toparse con lo que parecían restos de un barco. Después de 500 años eran sobre todo piezas e hierro, puesto que la mayoría de la madera se había podrido hacía mucho. De pronto el haz de una linterna dio con lo que parecía el casco de un barco. Medio casco, en realidad, pues la causa del naufragio resultaba obvia: la nave se había partido en dos. En el primero se quedaron Nicholas y John. Este último hizo una seña a los otros para que buscaran el otro barco y los 4 restantes emprendieron la búsqueda. Habían acordado ya en la superficie la hora de reunión y ahí estarían todos, en el punto exacto donde se habían separado, en 20 minutos.
Dentro del pecio, no quedaba mucho en pie. Apenas una puerta en la parte trasera, probablemente el camarote del capitán, y la bodega al descubierto, una vez desaparecida la madera de la cubierta. Nicholas entró en el camarote del capitán mientras John registraba lo que había sido la bodega. Nicholas conocía a su amigo y sabía que elegiría el lugar donde más probabilidades tendría de encontrar oro. Juraría que John no pretendía meter todo lo encontrado en la bolsa para el museo sino que se quedaría algunas piezas pequeñas y discretas para satisfacer su codicia. No se había dejado engañar por el tono impresionado de él cuando le había hablado de la paga. Si no recordaba mal, aquella suma no representaba tanto para John como éste sabía que era para su amigo. Tal vez por todo esto Nicholas tomaría la decisión que le costaría la vida.
El camarote no era especialmente amplio ni tampoco quedaban muchos recovecos que los siglos hubieran dejado intactos. Sin embargo, un cofre parecía bastante entero y se abrió cuando Nicholas lo cogió dejando al descubierto una colección de objetos brillantes de oro que metió en la bolsa así como varias monedas de plata. Echó un vistazo por toda la habitación y no encontró nada más de valor. Cuando se disponía a salir, un presentimiento lo hizo mirar debajo de una tabla podrida del piso repleta de remaches que en su día debía de cubrir una alfombra. Seguramente no se había podrido del todo por los remaches que la mantenían firmemente unida al suelo. Además en algunos sitios se veían barras de hierro que la atravesaban para fortalecer la madera y poseía un candado; signo inequívoco de que lo que ahí se guardaba era valioso. No le costó romper el metal oxidado de varios siglos. Dentro vio un objeto diminuto: una copa sencilla de apenas 10 cm de alto y bastante estrecha. Parecía de oro aunque con el tiempo habían empezado a formarse conchas sobre la superficie metálica lo que le daba un aspecto bastante anodino.
En ese momento pensó en John, en que había ido directo a donde con toda seguridad se hallaría la mayor cantidad de oro y joyas: la bodega. Nicholas conocía a su amigo demasiado bien como para creer que éste respetaría el acuerdo con el profesor y metería todo aquello que encontrase en la bolsa para el museo. Su codicioso compañero se quedaría parte del botín, por supuesto. Entonces Nicholas se acordó de sus padres. Dos pobres octogenarios cuya pensión a duras penas permitía llegar a fin de mes. Lo habían educado bien y a él le dolía verlos en aquella situación. Calculó cuánto le podrían dar por aquella joya y así fue como tomó una decisión. “Después de todo, se dijo, ¿Qué es una copita oro sucia comparada con todo lo que estamos encontrando?” Y entonces guardó la joya en el bolsillo de su chaleco en vez de la bolsa para el museo y fue a mirar afuera del camarote si encontraba objetos valiosos que recoger, estos sí, de forma oficial.
Cuando llegó la hora de reunirse con el resto del grupo, cada uno llevaba una bolsa bien llena de objetos para el museo. Nicholas observó a John y le pareció distinguir un par de bultos sospechosos en su chaleco pero no tuvo tiempo de mirar más pues empezaban a ascender y su ordenador de buceo ya le pedía la primera parada de descompresión. Aunque al usar Trimix no necesitasen hacer tantas, seguían teniendo que respetar ciertas paradas. Nicholas dejó de prestar atención a su entorno para buscar en su ordenador la hora y calcular cuanto había durado la inmersión. Una hora. Tenían tiempo de sobra para la descompresión.
Como se encontraba en el centro, rodeado de los demás miembros del grupo, no puedo ver bien lo que sucedió a continuación, pero aquellos instantes lo perseguirían el resto de su vida. Sus compañeros se agitaron mucho dando frenéticos manotazos y aletazos. Estaban acabando la descompresión cuando uno de ellos se apartó bruscamente y Nicholas vio una aleta gris detrás suyo. Se le heló la sangre al apercibir las tres hileras de dientes que se abrían en su dirección. El otro buzo no pudo apartarse a tiempo y de pronto todo se tiñó de rojo. Nicholas, presa del pánico, se puso a nadar con todas sus fuerzas hacia lo que creía que era la superficie sin mirar atrás. No veía nada, a su alrededor todo era una nube roja. Notó que había más luz y estaba a punto de alcanzar la superficie cuando de pronto algo le agarró el tobillo.
En el barco, el profesor Ray García no dejaba de mirar, ansioso, su reloj.
–Están tardando mucho, gemía angustiado, les habrá pasado algo?
–Tranquilo hombre –respondía el que conducía el barco–. Llevo años haciendo esto y a veces pasa. No tiene porqué significar nada. A lo mejor han calculado mal el tiempo y tienen que hacer más descompresión.
Y Ray volvía a alternar miradas impacientes entre el agua y su reloj de pulsera murmurando “No sé yo, Mike, no sé yo...”
Fue en ese preciso instante cuando un brazo salió del agua seguido de uno de los buceadores provocando un violento chapoteo. El profesor García lanzó una exclamación. Detrás del primer buzo que había echado a nadar hacia el barco con todas sus fuerzas, emergieron otros dos. El agua comenzó a teñirse de un color rosado cada vez más oscuro. Desde el barco se dieron cuenta de que algo marchaba muy mal. El primero alcanzó el barco, se quitó las aletas y se apresuró a subir por la escalerilla como pudo. Ray y Mike lo ayudaron con esfuerzo hasta que estuvo a salvo en la cubierta.
Se trataba de Nicholas y estaba temblando con los ojos abiertos de para en par. No respondía; parecía estar en estado de shock. Mike se dedicó a ayudar a los buceadores que iban llegando. Cuando ya estaba en el barco el último de ellos, se quedó esperando a los que faltaban, pues solo había contado a cuatro. Mientras tanto, Ray intentaba hablar con John y los demás para saber qué había pasado pero la conversación era más bien un monólogo.
–¡John! –exclamó sacudiendo al buceador–. ¿Qué ha pasado?
Ante la falta de reacción de éste, se giró hacia Nicholas que parecía más reactivo, y tras insistir un par de veces Ray obtuvo al fin un relato de lo ocurrido. Le contó, con tono monocorde, cómo les había atacado un tiburón y cómo no había sobrevivido parte del equipo. Ante el horror de lo que estaba oyendo, Ray no insistió y pusieron rumbo a la costa. Emprendieron el camino de regreso aún conmocionados por lo ocurrido.
***
Valentina estaba en la ducha cuando oyó que la puerta de la entrada se cerraba de golpe.
–¿Ray, eres tú?
–¡Hola, soy yo! –gritó Ray desde la entrada.
–Estoy en la ducha, ¡ahora salgo!
Ray entraba cargado con su maletín y con la bolsa donde habían metido los objetos más valiosos de todos los que irían a parar al museo. Dejó su cargamento en la entrada y fue a echarse en el sofá del salón. Tantas emociones lo habían dejado exhausto. Cerró un momento los ojos y cuando los abrió vio el rostro de su novia justo delante suyo.
–Te has dormido –le espetó.
Él, desorientado, miró su reloj y ahogó un grito.
–¿Pero por qué no me has despertado?
–Pues no sé, estabas cansado y no he querido molestarte.
–Tengo que darme prisa, me van a cerrar el museo.
Ella lanzó una mirada inquieta hacia la entrada y añadió apresuradamente:
–Pero no puedes ir vestido así. ¿No quieres darte una ducha?
–¡No tengo tiempo!
–Bueno, al menos cámbiate de ropa. Te he dejado una muda doblada encima de la cama.
A regañadientes y sin perder un segundo Ray se dirigió al dormitorio. Mientras tanto Valentina corrió hacia la entrada y se dispuso a continuar con la inspección del equipaje de su novio.
Rápida y minuciosamente registraba la bolsa con los objetos encontrados en el pecio. Monedas, joyas, piedras preciosas... la mayoría de oro, otros de plata y algunos incluso con incrustaciones de diamantes. Después pasó a los papeles contenidos en una cartera negra que Ray siempre llevaba en bandolera. Repasó los permisos oficiales del estado de Florida y los documentos sobre el patrocinio por parte del museo. Cuando volvía a meterlo todo en su sitio, le sobresaltó una voz tras ella.
–Cariño, ¿que haces?
Valentina dio un respingo y alzó la vista.
–Oh, ya te has cambiado. –Se puso en pie y lo besó en los labios–. Tenía curiosidad por lo que habíais encontrado y estaba echando un vistazo a esa bolsa.
Señaló la bolsa de tela blanca con los objetos para el museo. Ray le lanzó una mirada cansada y respondió:
–Ha sido un día duro, Valen. Solo me faltaba perder alguna de esas cosas y meterme en líos con el museo.
–Sí sí, tranquilo que no he tocado nada, apenas he echado un vistazo.
–Bueno –concluyó él entrando en el hall–. Me voy que ya llego tarde.
Tras despedirse de su novia salió del piso, cogió el coche y se dirigió al museo de historia a entregar los tesoros que había rescatado.
***
En un despacho del centro histórico regional del condado de Orange, en Orlando (Florida), estaba un hombre de edad avanzada al que restaban apenas unos pocos pelos blancos a cada lado de la cabeza. Se hallaba ordenando unos papeles aunque no dejaba de lanzar miradas impacientes al reloj de pared que adornaba la estancia. En su mesa, un pequeño cartel rezaba: Mr. Henrik van den Broek, Director.
Sonó un timbre y la voz de su secretaria le anunció que aquél a quien llevaba toda la tarde esperando acababa de llegar. La conversación entre Ray y el director van den Broek fue cordial y sucinta. El primero le dio las gracias al tiempo que le entregaba los tesoros y el segundo, con un apretón de manos le extendió los documentos correspondientes y se despidieron. Ray no percibió el brillo ansioso en la mirada del director, pero de haberlo hecho, también habría reparado en el ligero temblor de sus manos así como el alivio que teñía su voz cuando cogió la bolsa y se despidieron. La bolsa en sí contenía los objetos de más valor: el oro, la plata y las piedras preciosas. El resto de los objetos (utensilios varios de hierro u otros materiales con valor puramente histórico) estaban en cajas de plástico y un trabajador del museo las había trasladado de la furgoneta de Ray al almacén.
El director van den Broek rebuscó entre los objetos valiosos sin encontrar lo que buscaba. Cuando estaba repasando por tercera vez los objetos sonó el teléfono y nada más descolgar una voz de mujer empezó a hablar muy deprisa. Pasados unos segundos la voz se calló y él pudo replicar.
–Sí, ya lo sé, aquí tampoco está... pues no sé lo que vamos a hacer. Tú mira a ver si encuentras alguna pista. Seguro de que la han encontrado. Alguno se la ha quedado. –Su interlocutora dijo algo más–. Ya le informaré yo, buenas noches a ti también, Valentina.
–Están tardando mucho, gemía angustiado, les habrá pasado algo?
–Tranquilo hombre –respondía el que conducía el barco–. Llevo años haciendo esto y a veces pasa. No tiene porqué significar nada. A lo mejor han calculado mal el tiempo y tienen que hacer más descompresión.
Y Ray volvía a alternar miradas impacientes entre el agua y su reloj de pulsera murmurando “No sé yo, Mike, no sé yo...”
Fue en ese preciso instante cuando un brazo salió del agua seguido de uno de los buceadores provocando un violento chapoteo. El profesor García lanzó una exclamación. Detrás del primer buzo que había echado a nadar hacia el barco con todas sus fuerzas, emergieron otros dos. El agua comenzó a teñirse de un color rosado cada vez más oscuro. Desde el barco se dieron cuenta de que algo marchaba muy mal. El primero alcanzó el barco, se quitó las aletas y se apresuró a subir por la escalerilla como pudo. Ray y Mike lo ayudaron con esfuerzo hasta que estuvo a salvo en la cubierta.
Se trataba de Nicholas y estaba temblando con los ojos abiertos de para en par. No respondía; parecía estar en estado de shock. Mike se dedicó a ayudar a los buceadores que iban llegando. Cuando ya estaba en el barco el último de ellos, se quedó esperando a los que faltaban, pues solo había contado a cuatro. Mientras tanto, Ray intentaba hablar con John y los demás para saber qué había pasado pero la conversación era más bien un monólogo.
–¡John! –exclamó sacudiendo al buceador–. ¿Qué ha pasado?
Ante la falta de reacción de éste, se giró hacia Nicholas que parecía más reactivo, y tras insistir un par de veces Ray obtuvo al fin un relato de lo ocurrido. Le contó, con tono monocorde, cómo les había atacado un tiburón y cómo no había sobrevivido parte del equipo. Ante el horror de lo que estaba oyendo, Ray no insistió y pusieron rumbo a la costa. Emprendieron el camino de regreso aún conmocionados por lo ocurrido.
***
Valentina estaba en la ducha cuando oyó que la puerta de la entrada se cerraba de golpe.
–¿Ray, eres tú?
–¡Hola, soy yo! –gritó Ray desde la entrada.
–Estoy en la ducha, ¡ahora salgo!
Ray entraba cargado con su maletín y con la bolsa donde habían metido los objetos más valiosos de todos los que irían a parar al museo. Dejó su cargamento en la entrada y fue a echarse en el sofá del salón. Tantas emociones lo habían dejado exhausto. Cerró un momento los ojos y cuando los abrió vio el rostro de su novia justo delante suyo.
–Te has dormido –le espetó.
Él, desorientado, miró su reloj y ahogó un grito.
–¿Pero por qué no me has despertado?
–Pues no sé, estabas cansado y no he querido molestarte.
–Tengo que darme prisa, me van a cerrar el museo.
Ella lanzó una mirada inquieta hacia la entrada y añadió apresuradamente:
–Pero no puedes ir vestido así. ¿No quieres darte una ducha?
–¡No tengo tiempo!
–Bueno, al menos cámbiate de ropa. Te he dejado una muda doblada encima de la cama.
A regañadientes y sin perder un segundo Ray se dirigió al dormitorio. Mientras tanto Valentina corrió hacia la entrada y se dispuso a continuar con la inspección del equipaje de su novio.
Rápida y minuciosamente registraba la bolsa con los objetos encontrados en el pecio. Monedas, joyas, piedras preciosas... la mayoría de oro, otros de plata y algunos incluso con incrustaciones de diamantes. Después pasó a los papeles contenidos en una cartera negra que Ray siempre llevaba en bandolera. Repasó los permisos oficiales del estado de Florida y los documentos sobre el patrocinio por parte del museo. Cuando volvía a meterlo todo en su sitio, le sobresaltó una voz tras ella.
–Cariño, ¿que haces?
Valentina dio un respingo y alzó la vista.
–Oh, ya te has cambiado. –Se puso en pie y lo besó en los labios–. Tenía curiosidad por lo que habíais encontrado y estaba echando un vistazo a esa bolsa.
Señaló la bolsa de tela blanca con los objetos para el museo. Ray le lanzó una mirada cansada y respondió:
–Ha sido un día duro, Valen. Solo me faltaba perder alguna de esas cosas y meterme en líos con el museo.
–Sí sí, tranquilo que no he tocado nada, apenas he echado un vistazo.
–Bueno –concluyó él entrando en el hall–. Me voy que ya llego tarde.
Tras despedirse de su novia salió del piso, cogió el coche y se dirigió al museo de historia a entregar los tesoros que había rescatado.
***
En un despacho del centro histórico regional del condado de Orange, en Orlando (Florida), estaba un hombre de edad avanzada al que restaban apenas unos pocos pelos blancos a cada lado de la cabeza. Se hallaba ordenando unos papeles aunque no dejaba de lanzar miradas impacientes al reloj de pared que adornaba la estancia. En su mesa, un pequeño cartel rezaba: Mr. Henrik van den Broek, Director.
Sonó un timbre y la voz de su secretaria le anunció que aquél a quien llevaba toda la tarde esperando acababa de llegar. La conversación entre Ray y el director van den Broek fue cordial y sucinta. El primero le dio las gracias al tiempo que le entregaba los tesoros y el segundo, con un apretón de manos le extendió los documentos correspondientes y se despidieron. Ray no percibió el brillo ansioso en la mirada del director, pero de haberlo hecho, también habría reparado en el ligero temblor de sus manos así como el alivio que teñía su voz cuando cogió la bolsa y se despidieron. La bolsa en sí contenía los objetos de más valor: el oro, la plata y las piedras preciosas. El resto de los objetos (utensilios varios de hierro u otros materiales con valor puramente histórico) estaban en cajas de plástico y un trabajador del museo las había trasladado de la furgoneta de Ray al almacén.
El director van den Broek rebuscó entre los objetos valiosos sin encontrar lo que buscaba. Cuando estaba repasando por tercera vez los objetos sonó el teléfono y nada más descolgar una voz de mujer empezó a hablar muy deprisa. Pasados unos segundos la voz se calló y él pudo replicar.
–Sí, ya lo sé, aquí tampoco está... pues no sé lo que vamos a hacer. Tú mira a ver si encuentras alguna pista. Seguro de que la han encontrado. Alguno se la ha quedado. –Su interlocutora dijo algo más–. Ya le informaré yo, buenas noches a ti también, Valentina.