La peor tempestad
1521, frente a las costas de Florida
El viento aumentó de pronto y unos nubarrones grises ocultaron el sol. Las olas, hasta entonces lentas y suaves, se volvieron grandes y amenazadoras zarandeando la carabela como si de una cáscara de nuez se tratase. La embarcación comenzó a crujir mientras las olas barrían su superficie con largos dedos grises arrastrando todo a su paso. Esto fue la gota que colmó el vaso para el capitán que se puso a vociferar frenéticamente.
“¡Afianzad todo lo que se mueva! ¡Arriad las velas y capead el temporal! ¡Quiero a cada miembro de esta tripulación atado a un cabo y asegurado!”
Continuó repartiendo órdenes breves y precisas que eran acatadas con la máxima diligencia. Después de todo, no se podía esperar menos de la tripulación del gran Juan Ponce de León, que observaba satisfecho como el navío se disponía a capear el temporal. No pensaba dejar que una simple borrasca les hiciera perder la preciada carga que llevaban a bordo. Al pensar en ello su semblante se ensombreció; no llegaba a comprender del todo la naturaleza de su cargamento aunque estaba convencido de haber encontrado al fin lo que llevaba años buscando.
El viento aumentó de pronto y unos nubarrones grises ocultaron el sol. Las olas, hasta entonces lentas y suaves, se volvieron grandes y amenazadoras zarandeando la carabela como si de una cáscara de nuez se tratase. La embarcación comenzó a crujir mientras las olas barrían su superficie con largos dedos grises arrastrando todo a su paso. Esto fue la gota que colmó el vaso para el capitán que se puso a vociferar frenéticamente.
“¡Afianzad todo lo que se mueva! ¡Arriad las velas y capead el temporal! ¡Quiero a cada miembro de esta tripulación atado a un cabo y asegurado!”
Continuó repartiendo órdenes breves y precisas que eran acatadas con la máxima diligencia. Después de todo, no se podía esperar menos de la tripulación del gran Juan Ponce de León, que observaba satisfecho como el navío se disponía a capear el temporal. No pensaba dejar que una simple borrasca les hiciera perder la preciada carga que llevaban a bordo. Al pensar en ello su semblante se ensombreció; no llegaba a comprender del todo la naturaleza de su cargamento aunque estaba convencido de haber encontrado al fin lo que llevaba años buscando.
Al llegar a la orilla de unas islas del caribe habían entablado unas relaciones muy cordiales con los indígenas. Se trataba de una tribu que parecía pacífica y propensa a la negociación. Tras unas cuantas experiencias con lo que a todas luces parecían caníbales, los españoles se esperaban un pueblo hostil y se sorprendieron mucho al toparse con uno que no lo era en absoluto. Esto no impidió que ciertos miembros del equipaje se propasaran y robaran a los habitantes autóctonos oro y joyas que probablemente podrían haber obtenido mediante el trueque.
El capitán, por supuesto, estaba al tanto de estas actividades. Aunque no las aprobaba, pues sentía cierta afinidad por el intelectual Bartolomé de las Casas que defendía que los indígenas eran seres humanos y se les debía tratar como tal, tendía a hacer la vista gorda, siempre y cuando tuviese ocasión de echar una ojeada al botín obtenido. Entonces seleccionaba algunos objetos que llamaban su atención para incorporarlos a su propia colección, sin dejar nunca de buscar aquél tesoro escondido del que tanto hablaba.
Fue en uno de estos registros donde el capitán, por fin, lo encontró. Abrió los ojos de par en par y se apresuró a cogerlo disimuladamente. Recordó unas palabras pronunciadas por la reina Isabel de Castilla antes de su muerte. Sus ojos brillantes cuando él le contaba las leyendas de los indígenas del nuevo mundo sobre una isla llamada bimini y el misterioso tesoro que ocultaba.
Como un anhelo, un sueño que apenas se atrevía a mencionar, la reina le decía que lo creía, que aunque la Iglesia lo negase y lo declarase una herejía, ella siempre había creído en él. Rodeado de incrédulos que se reían de sus sueños, Ponce de León no podía hablar con nadie más de ello sin recibir numerosas burlas. Le relató, pues, las leyendas según las cuales existía un cáliz de oro que otorgaba propiedades curativas al agua que se vertía en él. A pesar de su enfermedad, extraoficialmente y en secreto por supuesto, la reina le había encomendado que le trajera aquélla maravilla que solamente podía ser obra de Dios. Según los indios, tenía inscripciones en una lengua muerta hacía ya tiempo. De hecho las leyendas que llegaban a los atentos oídos del capitán mencionaban civilizaciones extinguidas mil años antes cuya escritura ya nadie entendía.
Al final resultó que la copa estaba en las tierras que, diecisiete años después del fallecimiento de Isabel, acabó por descubrir Ponce de León y bautizar La Florida. Otra interpretación de la misma leyenda era que en realidad las propiedades curativas las contenían las aguas de una fuente natural. También había quien decía que ambas cosas eran ciertas porque el oro del cáliz había sido extraído de la roca de la donde nacía la fuente. En cualquier caso, el capitán estaba bastante seguro de que acababa de descubrir la famosa Fuente de la Juventud.
El capitán, por supuesto, estaba al tanto de estas actividades. Aunque no las aprobaba, pues sentía cierta afinidad por el intelectual Bartolomé de las Casas que defendía que los indígenas eran seres humanos y se les debía tratar como tal, tendía a hacer la vista gorda, siempre y cuando tuviese ocasión de echar una ojeada al botín obtenido. Entonces seleccionaba algunos objetos que llamaban su atención para incorporarlos a su propia colección, sin dejar nunca de buscar aquél tesoro escondido del que tanto hablaba.
Fue en uno de estos registros donde el capitán, por fin, lo encontró. Abrió los ojos de par en par y se apresuró a cogerlo disimuladamente. Recordó unas palabras pronunciadas por la reina Isabel de Castilla antes de su muerte. Sus ojos brillantes cuando él le contaba las leyendas de los indígenas del nuevo mundo sobre una isla llamada bimini y el misterioso tesoro que ocultaba.
Como un anhelo, un sueño que apenas se atrevía a mencionar, la reina le decía que lo creía, que aunque la Iglesia lo negase y lo declarase una herejía, ella siempre había creído en él. Rodeado de incrédulos que se reían de sus sueños, Ponce de León no podía hablar con nadie más de ello sin recibir numerosas burlas. Le relató, pues, las leyendas según las cuales existía un cáliz de oro que otorgaba propiedades curativas al agua que se vertía en él. A pesar de su enfermedad, extraoficialmente y en secreto por supuesto, la reina le había encomendado que le trajera aquélla maravilla que solamente podía ser obra de Dios. Según los indios, tenía inscripciones en una lengua muerta hacía ya tiempo. De hecho las leyendas que llegaban a los atentos oídos del capitán mencionaban civilizaciones extinguidas mil años antes cuya escritura ya nadie entendía.
Al final resultó que la copa estaba en las tierras que, diecisiete años después del fallecimiento de Isabel, acabó por descubrir Ponce de León y bautizar La Florida. Otra interpretación de la misma leyenda era que en realidad las propiedades curativas las contenían las aguas de una fuente natural. También había quien decía que ambas cosas eran ciertas porque el oro del cáliz había sido extraído de la roca de la donde nacía la fuente. En cualquier caso, el capitán estaba bastante seguro de que acababa de descubrir la famosa Fuente de la Juventud.
Otra ola golpeó la nave con tal fuerza que sacó al capitán de sus ensoñaciones. Éste evaluó la mar con ojo experto y decretó que era con diferencia la peor tempestad que había visto en su vida. Sopesó todas la opciones mientras sostenía el timón y le amarraban un cabo a la cintura. La costa estaba ya demasiado lejos y no podía arriesgarse a desplegar las velas para llegar allí. La deriva tampoco era una opción ya que corría el riesgo de encallar en uno de los bancos de arena que infestaban esas aguas. Solo quedaba esperar a que la tormenta amainara y rezar por que no sucediera lo peor. Entonces Ponce de León alzó los ojos al cielo negro e inició una plegaria.
El mar estaba cada vez más enfurecido y la carabela se sumergía en las aguas con el embate de cada ola para resurgir al otro lado no sin un lote de siniestros crujidos cada vez más abundantes. Finalmente y como de mutuo acuerdo, los dos buques de la expedición se partieron por la mitad con un ruido atronador. Los tripulantes que se encontraban más cerca de los botes intentaron alcanzarlos pero ninguno lo consiguió. Los pedazos de los barcos se hundieron con asombrosa rapidez arrastrando consigo a un sorprendido capitán Ponce de León y a toda la tripulación junto con su mayor descubrimiento...
El mar estaba cada vez más enfurecido y la carabela se sumergía en las aguas con el embate de cada ola para resurgir al otro lado no sin un lote de siniestros crujidos cada vez más abundantes. Finalmente y como de mutuo acuerdo, los dos buques de la expedición se partieron por la mitad con un ruido atronador. Los tripulantes que se encontraban más cerca de los botes intentaron alcanzarlos pero ninguno lo consiguió. Los pedazos de los barcos se hundieron con asombrosa rapidez arrastrando consigo a un sorprendido capitán Ponce de León y a toda la tripulación junto con su mayor descubrimiento...