Una Extraña Amenaza
La lluvia golpeaba con fuerza al caballo y a su jinete lanzados al galope en la fría noche. Juntos, desafiaban a los elementos empeñados en dificultar su paso. Llevaban horas cabalgando y la tormenta los había sorprendido a medio camino. De pronto, entre las ramas de los árboles, aparecieron unas luces como salidas de la nada. El poderoso animal se encabritó relinchando cuando su amo tiró de las riendas. El viajero desvió su rumbo esperando encontrar un lugar seco y cálido donde pasar la noche. Se trataba de la posada de la mula tuerta. Enseguida, salió un muchacho a su encuentro y se hizo cargo del animal, lo que Cuthbert agradeció lanzándole una moneda para, acto seguido, entrar en la posada.
Colgó su capa en la entrada y miró a su alrededor. El fuego ardía en una chimenea al fondo de la estancia y un grupo de hombres jugaba a las cartas en una mesa, no lejos de éste. Desde la puerta se oían sus fuertes risotadas.
—Son 2 libras la noche— dijo una voz fuerte a su espalda. El recién llegado se sobresaltó y se volvió para encontrarse cara a cara con un coloso de mediana edad que le sacaba, por lo menos, dos cabezas. Al levantar la vista, vio que le faltaba el ojo derecho y en su lugar, lucía un parche negro.
El precio era un poco alto, pero no tenía ganas de discutir, y menos con aquél gigante. De todos modos, a decir verdad, el dinero no era problema para él. Sacó discretamente un saquito de monedas y pagó al enorme posadero. Éste, acostumbrado a imponer respeto, no pudo reprimir una sonrisa al ver que el otro no regateaba el precio.
— Hoy tenemos cordero asado. —le indicó antes de preguntar— ¿Quiere vino o cerveza?
—Cerveza, por favor —respondió Cuthbert.
Su interlocutor le indicó una mesa algo apartada, al lado de una ventana que daba a la calle y el viajero se dirigió hacia allí. Una vez instalado, se dedicó a mirar por la ventana esperando la comida. Las gotas de lluvia resbalaban perezosamente por el cristal y el gélido viento se colaba por los resquicios del marco de madera. Afuera, el temporal había arreciado y el agua caía a raudales. El forastero se alegró de haber encontrado un lugar donde guarecerse a tiempo. Era un año difícil; apenas estaban a principios de octubre y ya parecía que estuviesen en pleno invierno. De seguir así, acabaría por nevar antes siquiera de acabar el mes.
Un olor a carne asada sacó al huésped de sus pensamientos haciendo rugir su estómago. El descomunal mesonero se acercaba sorteando las mesas con una sorprendente habilidad, dado su tamaño. Sostenía una porción de carne humeante cuya piel tostada reflejaba los tonos rojizos del fuego. Cuando llegó a la mesa de su comensal, puso unos cubiertos delante de éste así como un plato con el suculento manjar y una jarra de cerveza. Al famélico peregrino se le hacía la boca agua y no perdió tiempo con ceremonias; con un breve agradecimiento, puso manos a la obra concentrándose en su deliciosa tarea. El suave crujido que con cada mordisco liberaba un sabroso jugo era música para sus oídos y pronto acaparó toda su atención.
Tan concentrado estaba el hombre en su comida que no vio el movimiento furtivo que tuvo lugar ante él. Cuando alzó la vista para alcanzar la cerveza, se sobresaltó y a punto estuvo de caerse de la silla. Frente a él se había sentado un siniestro personaje: iba vestido completamente de negro y llevaba unos guantes de cuero, negros también. Su indumentaria se componía de una suerte de hábito o túnica que le cubría los brazos y el cuello y llegaba hasta la rodilla donde tomaban el relevo unas calzas del mismo color. Había puesto su abrigo negro en el respaldo de la silla y observaba a Cuthbert desde detrás de unas gafas con cristales oscuros que recordaban a las de un alquimista. Cuando se las quitó, al viajero le dio un vuelco el corazón: los ojos del desconocido eran de aquél color gris que él conocía tan bien. Los iris del individuo parecían cambiar de tono pasando del ceniza al plomizo recorriendo lentamente toda la escala de grises.
Y aquellos ojos lo miraban con malicia, escrutándolo y evaluándolo.
—Buenas tardes —le sonrió el extraño desvelando una deslumbrante dentadura blanca—. Es inusual ver a alguien como vos por aquí.
Su tono era tranquilo pero firme y había algo en su voz; se intuía una velada amenaza, una inflexión que imponía respeto. Su víctima lo miraba con mal disimulado terror.
—¿Qué… qué queréis? ¿Cómo me habéis encontrado?
La sonrisa de su enigmático interlocutor se ensanchó aún más.
—Nunca os hemos perdido. Estamos en todas partes y nada se nos escapa; haríais bien en recordarlo— al otro se le hizo un nudo en la garganta. —Y prestamos especial atención a personas con vuestros conocimientos —hizo una pausa—. Pero no os preocupéis, mientras seáis discreto en los asuntos que nos atañen, no os molestaremos—.
Entonces el hombre se inclinó sobre la mesa para acercarse al horrorizado Cuthbert y añadió:
—En caso contrario— daba la sensación de que la voz del siniestro personaje se había vuelto más grave e imponente y sus extraordinarios ojos más grandes e hipnotizadores—, tomaremos la medidas necesarias para mantener a salvo dicha información.
Así que —concluyó incorporándose—, confío en que no lo olvidéis. Y ahora, por favor, continuad con vuestra cena. No se os vaya a enfriar.
El viajero bajó la mirada a su plato que ya no humeaba y observó la carne con desgana. Había perdido el apetito. Cuando alzó de nuevo la vista, el misterioso desconocido se había esfumado y su abrigo había desaparecido con él.
Suspiró y dirigió la mirada al fuego que crepitaba en la chimenea y que ya no conseguía calmar sus temblores.
Colgó su capa en la entrada y miró a su alrededor. El fuego ardía en una chimenea al fondo de la estancia y un grupo de hombres jugaba a las cartas en una mesa, no lejos de éste. Desde la puerta se oían sus fuertes risotadas.
—Son 2 libras la noche— dijo una voz fuerte a su espalda. El recién llegado se sobresaltó y se volvió para encontrarse cara a cara con un coloso de mediana edad que le sacaba, por lo menos, dos cabezas. Al levantar la vista, vio que le faltaba el ojo derecho y en su lugar, lucía un parche negro.
El precio era un poco alto, pero no tenía ganas de discutir, y menos con aquél gigante. De todos modos, a decir verdad, el dinero no era problema para él. Sacó discretamente un saquito de monedas y pagó al enorme posadero. Éste, acostumbrado a imponer respeto, no pudo reprimir una sonrisa al ver que el otro no regateaba el precio.
— Hoy tenemos cordero asado. —le indicó antes de preguntar— ¿Quiere vino o cerveza?
—Cerveza, por favor —respondió Cuthbert.
Su interlocutor le indicó una mesa algo apartada, al lado de una ventana que daba a la calle y el viajero se dirigió hacia allí. Una vez instalado, se dedicó a mirar por la ventana esperando la comida. Las gotas de lluvia resbalaban perezosamente por el cristal y el gélido viento se colaba por los resquicios del marco de madera. Afuera, el temporal había arreciado y el agua caía a raudales. El forastero se alegró de haber encontrado un lugar donde guarecerse a tiempo. Era un año difícil; apenas estaban a principios de octubre y ya parecía que estuviesen en pleno invierno. De seguir así, acabaría por nevar antes siquiera de acabar el mes.
Un olor a carne asada sacó al huésped de sus pensamientos haciendo rugir su estómago. El descomunal mesonero se acercaba sorteando las mesas con una sorprendente habilidad, dado su tamaño. Sostenía una porción de carne humeante cuya piel tostada reflejaba los tonos rojizos del fuego. Cuando llegó a la mesa de su comensal, puso unos cubiertos delante de éste así como un plato con el suculento manjar y una jarra de cerveza. Al famélico peregrino se le hacía la boca agua y no perdió tiempo con ceremonias; con un breve agradecimiento, puso manos a la obra concentrándose en su deliciosa tarea. El suave crujido que con cada mordisco liberaba un sabroso jugo era música para sus oídos y pronto acaparó toda su atención.
Tan concentrado estaba el hombre en su comida que no vio el movimiento furtivo que tuvo lugar ante él. Cuando alzó la vista para alcanzar la cerveza, se sobresaltó y a punto estuvo de caerse de la silla. Frente a él se había sentado un siniestro personaje: iba vestido completamente de negro y llevaba unos guantes de cuero, negros también. Su indumentaria se componía de una suerte de hábito o túnica que le cubría los brazos y el cuello y llegaba hasta la rodilla donde tomaban el relevo unas calzas del mismo color. Había puesto su abrigo negro en el respaldo de la silla y observaba a Cuthbert desde detrás de unas gafas con cristales oscuros que recordaban a las de un alquimista. Cuando se las quitó, al viajero le dio un vuelco el corazón: los ojos del desconocido eran de aquél color gris que él conocía tan bien. Los iris del individuo parecían cambiar de tono pasando del ceniza al plomizo recorriendo lentamente toda la escala de grises.
Y aquellos ojos lo miraban con malicia, escrutándolo y evaluándolo.
—Buenas tardes —le sonrió el extraño desvelando una deslumbrante dentadura blanca—. Es inusual ver a alguien como vos por aquí.
Su tono era tranquilo pero firme y había algo en su voz; se intuía una velada amenaza, una inflexión que imponía respeto. Su víctima lo miraba con mal disimulado terror.
—¿Qué… qué queréis? ¿Cómo me habéis encontrado?
La sonrisa de su enigmático interlocutor se ensanchó aún más.
—Nunca os hemos perdido. Estamos en todas partes y nada se nos escapa; haríais bien en recordarlo— al otro se le hizo un nudo en la garganta. —Y prestamos especial atención a personas con vuestros conocimientos —hizo una pausa—. Pero no os preocupéis, mientras seáis discreto en los asuntos que nos atañen, no os molestaremos—.
Entonces el hombre se inclinó sobre la mesa para acercarse al horrorizado Cuthbert y añadió:
—En caso contrario— daba la sensación de que la voz del siniestro personaje se había vuelto más grave e imponente y sus extraordinarios ojos más grandes e hipnotizadores—, tomaremos la medidas necesarias para mantener a salvo dicha información.
Así que —concluyó incorporándose—, confío en que no lo olvidéis. Y ahora, por favor, continuad con vuestra cena. No se os vaya a enfriar.
El viajero bajó la mirada a su plato que ya no humeaba y observó la carne con desgana. Había perdido el apetito. Cuando alzó de nuevo la vista, el misterioso desconocido se había esfumado y su abrigo había desaparecido con él.
Suspiró y dirigió la mirada al fuego que crepitaba en la chimenea y que ya no conseguía calmar sus temblores.
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Publicado: Curiosidades: |
1ª versión 2011-2012
Versión actual finales de 2013 28/02/2014 Este relato tiene mucha historia. La primera vesión básicamente era una conversación donde un hombre amenazaba a otro. Muy sosa, la verdad. Se quedó en un cajón hasta que un año después decidí retomarla. No recuerdo de donde salió la idea porque la historia cambió muchas veces. Por ejemplo, cuando la retomé decidí darles más importancia a los sentidos del personaje: a lo que ve, oye o huele. Además, varios amigos me ayudaron con sus críticas y comentarios en esta fase, lo cual cambió de nuevo la historia. |