Transformación en el bosque
Los faros del autobús iluminaban la vieja carretera comarcal y proyectaban un haz de luz pálido hacia los arboles de los lados. Resultaba extraño que un camino recorriera las entrañas de un lugar tan salvaje, pensó Rafa, el conductor. Parecía como si el bosque hubiera permitido en cierto modo que aquella fina línea de asfalto lo atravesara. Había costado años construirla, y nunca se había realizado tarea de mantenimiento alguna ya que, desde la construcción de una autovía alternativa, el camino había caído en desuso. Además, corrían sobre el bosque rumores de misteriosas criaturas que habitaban entre sus arboles.
Habían cambiado recientemente los recorridos de las líneas de autobuses, con la intención de evitar los kilométricos atascos que se formaban en hora punta. El alcalde había ordenado que se usara aquella carretera por la que no circulaba prácticamente nadie alegando que estaba “en demasiado buen estado como para ignorarla”. Curiosamente, la vegetación tan salvaje e impenetrable del resto del bosque no había invadido el camino que, como si de un rio de lava ardiente se tratara, serpenteaba a través de la maleza sin que una sola planta tocarse el asfalto o creciera entre las grietas de éste.
De pronto, Rafa oyó un estallido, y acto seguido sintió que el vehículo se inclinaba hacia adelante haciéndole perder el control. Consiguió a duras penas orillarlo y apagó el motor. Había pinchado. Se levantó del asiento y con voz cansada tranquilizó a los pasajeros:
-No se preocupen, solo ha sido un pinchazo, lo arreglaré lo antes posible, pero me temo que tendrán que bajar del vehículo unos minutos.
Enseguida se apeó y se acercó a la rueda delantera pinchada. Al menos parecía que no se había estropeado la llanta; no era una avería seria. Luego fue al compartimento donde guardaba la rueda de recambio y miró de reojo a los pasajeros que habían bajado todos del autobús y lo observaban expectantes. Se alegró de que fueran tan pocos; no habría más de media docena. Suspiró y pensó: “Por lo menos no hace frío”. Recordó que apenas unas semanas antes a un compañero suyo le había sucedido lo mismo y los pasajeros se habían quejado vehementemente por el frío y la lentitud del conductor para cambiar una simple rueda.
No tardó mucho en reparar el pinchazo e indicó a los pasajeros que ya podían volver al vehículo. Se dio cuenta entonces, de que uno de ellos, una anciana, lo miraba fijamente con rostro inexpresivo. Se trataba de una mujer pequeña, de unos setenta años, con pelo corto, casi blanco, peinado hacia atrás. Cojeaba un poco y estaba algo encorvada. Sus pequeños ojos y su mirada sagaz contrastaban con su aparente fragilidad. Entonces apartó la mirada del conductor y se adentró en la espesura.
Rafa miró atónito cómo la mujer se encaminaba hacia los arboles que flanqueaban la carretera. Le gritó para advertirle de que no se metiera en el bosque, pero ésta lo ignoró por completo. Él hizo ademán de seguirla pero se dio cuenta de que no era asunto suyo si la anciana había perdido la cabeza y, de todos modos, debía seguir con el trayecto de su autobús. Pero el verdadero motivo de que no saliera corriendo tras la mujer era que lo aterraba la oscuridad del bosque solitario a aquellas horas intempestivas.
Y esa decisión le salvó la vida.
╠ ╦ ╩ ╗
╠ ╬ ╩ ╝
En la espesura del bosque, la anciana se detuvo, se encontraba en un claro, y la luz de la luna alumbraba débilmente los árboles y arbustos de su alrededor.
De repente, se puso a temblar y su cuerpo comenzó a convulsionarse mientras un gruñido animal nacía en su garganta. Sus frágiles piernas se alargaron y aumentaron de tamaño, rasgando la piel arrugada de la anciana y dejando una nueva al descubierto cuyo vello era cada vez más tupido. Lo mismo ocurría con sus brazos que se volvían más grandes y musculosos. La espalda de la señora, que ya poco tenía de señora, comenzó a ensancharse desgarrando su ropa y su carne dejando al descubierto una segunda piel grisácea donde se veía el relieve de una monstruosa columna vertebral.
La transformación siguió destrozando el cuerpo de la anciana cuyos retazos de piel arrugada caían al suelo, como si de una gigantesca y terrorífica serpiente se tratase. El pecho de la mujer se desgarró y lo reemplazó un torso enorme cuyos músculos inhumanos harían palidecer de envidia a los mejores atletas. La cabeza se ensanchó y se alargó ligeramente hasta adoptar una forma parecida a un hocico enorme, proporcional al resto de la criatura que debía de alcanzar los tres metros de altura. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito al cielo, un aullido inhumano que habría hecho temblar al ejército más sanguinario de la Tierra.
Una vez el proceso terminado, el monstruo avanzó unos pasos y observó la piel de la anciana que había quedado a sus pies, restos irreconocibles del cuerpo que había habitado. Entonces, una chispa de inteligencia malvada iluminó sus ojos. Tenía hambre, y un cargamento de apetitosos humanos recorría en aquel instante el interior del profundo bosque. Con otro aullido sobrecogedor, el engendro salió del claro y se adentró en la maleza.
La cacería había comenzado.
Habían cambiado recientemente los recorridos de las líneas de autobuses, con la intención de evitar los kilométricos atascos que se formaban en hora punta. El alcalde había ordenado que se usara aquella carretera por la que no circulaba prácticamente nadie alegando que estaba “en demasiado buen estado como para ignorarla”. Curiosamente, la vegetación tan salvaje e impenetrable del resto del bosque no había invadido el camino que, como si de un rio de lava ardiente se tratara, serpenteaba a través de la maleza sin que una sola planta tocarse el asfalto o creciera entre las grietas de éste.
De pronto, Rafa oyó un estallido, y acto seguido sintió que el vehículo se inclinaba hacia adelante haciéndole perder el control. Consiguió a duras penas orillarlo y apagó el motor. Había pinchado. Se levantó del asiento y con voz cansada tranquilizó a los pasajeros:
-No se preocupen, solo ha sido un pinchazo, lo arreglaré lo antes posible, pero me temo que tendrán que bajar del vehículo unos minutos.
Enseguida se apeó y se acercó a la rueda delantera pinchada. Al menos parecía que no se había estropeado la llanta; no era una avería seria. Luego fue al compartimento donde guardaba la rueda de recambio y miró de reojo a los pasajeros que habían bajado todos del autobús y lo observaban expectantes. Se alegró de que fueran tan pocos; no habría más de media docena. Suspiró y pensó: “Por lo menos no hace frío”. Recordó que apenas unas semanas antes a un compañero suyo le había sucedido lo mismo y los pasajeros se habían quejado vehementemente por el frío y la lentitud del conductor para cambiar una simple rueda.
No tardó mucho en reparar el pinchazo e indicó a los pasajeros que ya podían volver al vehículo. Se dio cuenta entonces, de que uno de ellos, una anciana, lo miraba fijamente con rostro inexpresivo. Se trataba de una mujer pequeña, de unos setenta años, con pelo corto, casi blanco, peinado hacia atrás. Cojeaba un poco y estaba algo encorvada. Sus pequeños ojos y su mirada sagaz contrastaban con su aparente fragilidad. Entonces apartó la mirada del conductor y se adentró en la espesura.
Rafa miró atónito cómo la mujer se encaminaba hacia los arboles que flanqueaban la carretera. Le gritó para advertirle de que no se metiera en el bosque, pero ésta lo ignoró por completo. Él hizo ademán de seguirla pero se dio cuenta de que no era asunto suyo si la anciana había perdido la cabeza y, de todos modos, debía seguir con el trayecto de su autobús. Pero el verdadero motivo de que no saliera corriendo tras la mujer era que lo aterraba la oscuridad del bosque solitario a aquellas horas intempestivas.
Y esa decisión le salvó la vida.
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En la espesura del bosque, la anciana se detuvo, se encontraba en un claro, y la luz de la luna alumbraba débilmente los árboles y arbustos de su alrededor.
De repente, se puso a temblar y su cuerpo comenzó a convulsionarse mientras un gruñido animal nacía en su garganta. Sus frágiles piernas se alargaron y aumentaron de tamaño, rasgando la piel arrugada de la anciana y dejando una nueva al descubierto cuyo vello era cada vez más tupido. Lo mismo ocurría con sus brazos que se volvían más grandes y musculosos. La espalda de la señora, que ya poco tenía de señora, comenzó a ensancharse desgarrando su ropa y su carne dejando al descubierto una segunda piel grisácea donde se veía el relieve de una monstruosa columna vertebral.
La transformación siguió destrozando el cuerpo de la anciana cuyos retazos de piel arrugada caían al suelo, como si de una gigantesca y terrorífica serpiente se tratase. El pecho de la mujer se desgarró y lo reemplazó un torso enorme cuyos músculos inhumanos harían palidecer de envidia a los mejores atletas. La cabeza se ensanchó y se alargó ligeramente hasta adoptar una forma parecida a un hocico enorme, proporcional al resto de la criatura que debía de alcanzar los tres metros de altura. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito al cielo, un aullido inhumano que habría hecho temblar al ejército más sanguinario de la Tierra.
Una vez el proceso terminado, el monstruo avanzó unos pasos y observó la piel de la anciana que había quedado a sus pies, restos irreconocibles del cuerpo que había habitado. Entonces, una chispa de inteligencia malvada iluminó sus ojos. Tenía hambre, y un cargamento de apetitosos humanos recorría en aquel instante el interior del profundo bosque. Con otro aullido sobrecogedor, el engendro salió del claro y se adentró en la maleza.
La cacería había comenzado.
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Publicado: Curiosidad: |
2012 - 2013
12/10/2013 Un dia en el autobús buscaba inspiración para escribir pero no se me ocurría nada. De pronto se montó una señora mayor que no parecía tener nada particular. Entonces se me ocurrió que sería el disfraz perfecto para un monstruo asesino o un hombre lobo, porque ¿quién sospecharía de una pobre ancianita enclenque? |