Condena a la Eternidad
En un lugar remoto de los bosques de Noruega, reino de pinos y alces, se lleva a cabo un combate centenario cuyos participantes mantienen desde hace siglos. La venganza de una diosa herida en su orgullo tiempo atrás sigue atormentando hoy en día a dos seres que cada vez tienen menos de humanos y más de simples bestias. Obligados a enfrentarse una y otra vez, sin descanso, lo más cruel de su castigo es que ninguno recuerda cómo empezó todo. Ya solamente importa la cacería.
Un aire frío recorría el bosque sacudiendo las hojas de los árboles y provocando su caída. La luna llena brillaba en el cielo velada por una fina niebla. Agazapado en el suelo, al acecho de su presa, estaba el cazador. Miró al cielo y vio una lluvia de hojas otoñales de colores; se tomó un instante para admirar la belleza del espectáculo. Parecía como si un gigante invisible hubiese hurgado entre las ramas más altas despojándolas de los restos que les quedaban.
De pronto, su entrenado oído detectó un ruido apagado. Escrutando la espesura apercibió su objetivo oculto tras las sombras. Su oponente también lo vio y sacó un arco en el que puso una flecha, se puso en pie y apuntó tensando el arco. La luz le iluminó el rostro. Era un hombre de avanzada edad, pelo casi blanco y profundas arrugas. Sin embargo, sus ojos y la expresión de su cara mostraban una furiosa determinación y sostenía el arma sin titubear. El cazador esperó en tensión y cuando la primera flecha salió disparada, la esquivó con un ágil movimiento sin dejar de mirar de su oponente. Sus iris del color de la sangre eran una promesa de muerte. El otro sin perder un instante encadenó a toda velocidad una flecha tras otra que el cazador esquivaba hábilmente al tiempo que se iba acercando.
De repente, se oyó una melodía no muy lejos de allí. Parecía una voz femenina pero había algo en ella que ponía los pelos de punta y al mismo tiempo resultaba irresistible. El cazador perdió la concentración un instante y cuando quiso darse cuenta ya tenía una flecha clavada en el hombro. Cayó de rodillas y cuando alzó la vista, el otro se había esfumado sin dejar rastro.
Había perdido a su presa. Lanzó una maldición e intentó levantarse pero le falló el brazo. Se tuvo que ayudar con el otro y una vez en pie, se examinó la herida. No sangraba mucho así que no debía de haber tocado ninguna arteria o vena importante. Había tenido suerte. Pensó en lo que le había costado encontrar al huidizo anciano y suspiró. “Tendré que volver a empezar, se dijo, aunque me cueste otros 3 meses.” Se arrancó la flecha apretando los dientes para no gritar y se vendó la herida con un trozo arrancado de su camisa.
En ese momento reparó de nuevo en la música que acababa de oír. El sonido provenía de su espalda y resultaba extrañamente embriagador. Escuchando con atención identificó más de una voz, una especie de coro. De pronto lo asaltó una terrible sospecha. No serían ellas… no podía ser… no tan cerca del final… Cuando quiso darse cuenta había echado a andar. Sus piernas parecían moverse por motu propio y por mucho que lo intentase no lograba dar media vuelta y salir corriendo de allí. Apenas unos segundos más tarde llegó a un claro donde vio por fin el origen de todo aquello. Efectivamente, era lo que se temía. Ahí estaban ellas, seis mujeres jovenes cogidas de las manos con los ojos cerrados y entonando la melodía suave pero profunda que se oía desde lejos. Tenían todas el pelo castaño largo y rizado. Sus piernas lo llevaron al centro del círculo y él empezó a gritar, a insultarlas, a amenazarlas, pero ellas no parecían oírle. Un súbito estallido de luz inundó el claro y todos enmudecieron al instante. Cuando se disipó, el claro estaba desierto y no quedaba rastro del coro ni del cazador. Era como si nunca hubiesen estado allí.
Un aire frío recorría el bosque sacudiendo las hojas de los árboles y provocando su caída. La luna llena brillaba en el cielo velada por una fina niebla. Agazapado en el suelo, al acecho de su presa, estaba el cazador. Miró al cielo y vio una lluvia de hojas otoñales de colores; se tomó un instante para admirar la belleza del espectáculo. Parecía como si un gigante invisible hubiese hurgado entre las ramas más altas despojándolas de los restos que les quedaban.
De pronto, su entrenado oído detectó un ruido apagado. Escrutando la espesura apercibió su objetivo oculto tras las sombras. Su oponente también lo vio y sacó un arco en el que puso una flecha, se puso en pie y apuntó tensando el arco. La luz le iluminó el rostro. Era un hombre de avanzada edad, pelo casi blanco y profundas arrugas. Sin embargo, sus ojos y la expresión de su cara mostraban una furiosa determinación y sostenía el arma sin titubear. El cazador esperó en tensión y cuando la primera flecha salió disparada, la esquivó con un ágil movimiento sin dejar de mirar de su oponente. Sus iris del color de la sangre eran una promesa de muerte. El otro sin perder un instante encadenó a toda velocidad una flecha tras otra que el cazador esquivaba hábilmente al tiempo que se iba acercando.
De repente, se oyó una melodía no muy lejos de allí. Parecía una voz femenina pero había algo en ella que ponía los pelos de punta y al mismo tiempo resultaba irresistible. El cazador perdió la concentración un instante y cuando quiso darse cuenta ya tenía una flecha clavada en el hombro. Cayó de rodillas y cuando alzó la vista, el otro se había esfumado sin dejar rastro.
Había perdido a su presa. Lanzó una maldición e intentó levantarse pero le falló el brazo. Se tuvo que ayudar con el otro y una vez en pie, se examinó la herida. No sangraba mucho así que no debía de haber tocado ninguna arteria o vena importante. Había tenido suerte. Pensó en lo que le había costado encontrar al huidizo anciano y suspiró. “Tendré que volver a empezar, se dijo, aunque me cueste otros 3 meses.” Se arrancó la flecha apretando los dientes para no gritar y se vendó la herida con un trozo arrancado de su camisa.
En ese momento reparó de nuevo en la música que acababa de oír. El sonido provenía de su espalda y resultaba extrañamente embriagador. Escuchando con atención identificó más de una voz, una especie de coro. De pronto lo asaltó una terrible sospecha. No serían ellas… no podía ser… no tan cerca del final… Cuando quiso darse cuenta había echado a andar. Sus piernas parecían moverse por motu propio y por mucho que lo intentase no lograba dar media vuelta y salir corriendo de allí. Apenas unos segundos más tarde llegó a un claro donde vio por fin el origen de todo aquello. Efectivamente, era lo que se temía. Ahí estaban ellas, seis mujeres jovenes cogidas de las manos con los ojos cerrados y entonando la melodía suave pero profunda que se oía desde lejos. Tenían todas el pelo castaño largo y rizado. Sus piernas lo llevaron al centro del círculo y él empezó a gritar, a insultarlas, a amenazarlas, pero ellas no parecían oírle. Un súbito estallido de luz inundó el claro y todos enmudecieron al instante. Cuando se disipó, el claro estaba desierto y no quedaba rastro del coro ni del cazador. Era como si nunca hubiesen estado allí.
***
En ese mismo instante ingresaba en las urgencias del hospital La Charité de Berlín un hombre de cuarenta y tres años en coma por un accidente de coche. Los enfermeros empujaban la camilla a toda velocidad hacia el quirófano. “Varón, cuarenta y tres años, accidente de coche, recitaba una ATS mientras ayudaba al cirujano a ponerse la bata, hemorragia interna masiva, pulso débil, ha entrado en coma”.
La operación fue complicada, el paciente había perdido mucha sangre, tenía daños en el hígado, el bazo y un riñón. Cuando acabó todo, la situación seguía siendo crítica. Una vez en la UVI, se monitorizó al hombre que seguía en coma. De repente, se oyó lo que todos se temían: el ritmo regular marcado por el electro se convirtió en el pitido agudo y continuo que indica lo inevitable. Casi de inmediato irrumpieron en la sala un médico y una enfermera con un desfibrilador que de poco sirvió. El paciente había muerto. Sin embargo, cuando el doctor se dispuso a dar la hora de la muerte, ocurrió algo imposible. El funesto pitido cesó bruscamente y retomó un ritmo regular. Sonaba alto y claro, los presentes no daban crédito a sus oídos, pero el monitor no mentía. La línea subía y bajaba, desafiante, indicando que el difunto había vuelto a la vida. La enfermera se inclinó sobre el rostro inexpresivo y de pronto se abrieron dos ojos aterradores con unos iris rojos como la sangre.
La mirada de un depredador que vuelve a la caza.
La operación fue complicada, el paciente había perdido mucha sangre, tenía daños en el hígado, el bazo y un riñón. Cuando acabó todo, la situación seguía siendo crítica. Una vez en la UVI, se monitorizó al hombre que seguía en coma. De repente, se oyó lo que todos se temían: el ritmo regular marcado por el electro se convirtió en el pitido agudo y continuo que indica lo inevitable. Casi de inmediato irrumpieron en la sala un médico y una enfermera con un desfibrilador que de poco sirvió. El paciente había muerto. Sin embargo, cuando el doctor se dispuso a dar la hora de la muerte, ocurrió algo imposible. El funesto pitido cesó bruscamente y retomó un ritmo regular. Sonaba alto y claro, los presentes no daban crédito a sus oídos, pero el monitor no mentía. La línea subía y bajaba, desafiante, indicando que el difunto había vuelto a la vida. La enfermera se inclinó sobre el rostro inexpresivo y de pronto se abrieron dos ojos aterradores con unos iris rojos como la sangre.
La mirada de un depredador que vuelve a la caza.